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Read MoreEl país está viviendo un enorme proceso de ajuste, consecuencia no solo de los últimos 16 años de kirchnerismo, que destruyó aún más lo que ya venía siéndolo por las extensas décadas de gobiernos populistas (lapso en el cual los escasos faros de luz de gobiernos democráticos no pudieron torcer esa tendencia asoladora a causa de la obstrucción recibida durante sus breves permanencias en el poder).
A pesar de ello, más de la mitad de la sociedad expresa su apoyo al actual proceso, influido quizá por la necesidad de una esperanza luego de sufrir tantas frustraciones.
Una inflación sideral en el último año (254%) deteriorando salarios, ingresos de informales o cuentapropistas, y sobre todo jubilaciones, expresa una inédita disminución del poder de compra real, que se traduce en caída del consumo y por ende del producto bruto interno, con sus obvias consecuencias en la economía toda.
La consiguiente recesión supuso una señal de alarma que alertó incluso al mismísimo Fondo Monetario Internacional, que expresó sus temores a que una posible estanflación termine por asfixiar el programa emprendido.
A poco andar de la gestión, ante el trastabilleo de sus documentos liminares –la proyectada ley Bases y el DNU gubernamental (rechazado por el Senado, aun cuando afortunadamente mantiene su vigencia)–, el Presidente convocó a lo que denominó Pacto de Mayo, que opera en la actualidad como un faro de esperanza en el marco de los ajetreos parlamentarios.
De su concreción dependerá en realidad que las mejoras en las distintas variables económicas que se vienen produciendo, esto es tipo de cambio, riesgo país y fundamentalmente desaceleración de la inflación (aún lejos del óptimo), puedan encontrar un escenario profundo de transformaciones, que posibiliten las numerosas inversiones privadas que observan (aun cuando sin concreción) con renovado interés el devenir argentino.
En este contexto, los adalides del atraso, ante el posible éxito del intento gubernamental, reaparecieron con renovados bríos, proporcionales a su temor a la pérdida de sus prebendas, negocios y latrocinios en muchos casos, representados por el languidecido popukirchnerismo, algunos políticos encaramados en partidos doctrinariamente democráticos, los eternos dirigentes sindicales y también sectores empresariales que usufructúan aun en la actualidad los beneficios personales de una economía dirigida y cerrada.
Poco ayudan, en este marco, actitudes presidenciales agresivas, generando enemigos innecesarios (incluso en el orden internacional) que conspiran contra los objetivos que el propio Presidente intenta concretar.
Este panorama distorsivo encuentra su antítesis en la mirada positiva proveniente del extranjero, que posibilitaría la irrupción de la anhelada inversión privada y la mejora del nivel de vida de la población.
Todas estas circunstancias, esto es presión opositora, beligerancia sindical o errores del propio Gobierno, si bien todas de gran relevancia, pierden dimensión ante la fundamental disyuntiva que supone la aprobación en el Congreso de sus documentos liminares, determinantes de habilitar a la Argentina a proyectarse hacia el futuro o de perder la esperanza de convertirse en un país digno de habitar.
Esta espera, de las próximas semanas, o quizá meses, coloca al país en una suerte de paréntesis, ante la expectativa de la definición quizá más importante de los últimos largos tiempos.
Ser un país o dejar de serlo.
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