Un hecho trascendente  y largamente esperado se concretó en la madrugada del martes 4 de agosto ante el anuncio del Gobierno informando que la República Argentina y los representantes de  los principales grupos de acreedores arribaron a un acuerdo respecto a  la propuesta de reestructuración de la deuda externa.

Una muy buena noticia, sin lugar a dudas. Evitará al país desembolsos prácticamente impagables, por todo el período de la actual gestión gubernamental, permitiría que las empresas privadas y las provincias se refinancien a tasas razonables en un contexto de alta liquidez mundial, y habilitaría  al Estado para poner en marcha las acciones imprescindibles para la recuperación de la economía, al borde de la destrucción por efectos de una cuarentena asoladora.

En el olvido quedarán las evitables dilaciones o  la eventual intención presuntuosa de plantear esta renegociación como un ejemplo para las finanzas globales. No hay demasiado para jactarse. O el vanagloriarse con el “tómelo o déjelo” planteado hace varios meses a los acreedores, luego desdicho en la práctica repetidamente.

El primer impacto beneficioso del acuerdo debería verse rápidamente en una baja en la cotización de los distintos tipos de dólar  vigentes en la actualidad, y en el  alivio a  las  actuales restricciones que pesan sobre las importaciones.

Tras el acuerdo de deuda, Argentina tendrá que definir cuál es su plan

En las próximas jornadas,  las autoridades económicas  deberán iniciar las negociaciones con el principal acreedor de la Argentina: el Fondo Monetario Internacional (FMI), a los efectos de concretar un nuevo programa de refinanciación, imposibilitado de lograrse  de no concretar previamente la reestructuración de la deuda. La Argentina enfrenta vencimientos muy elevados con ese organismo a partir de 2021.

Como un anticipo de los condicionamientos futuros, seguramente la entidad internacional requerirá como condición para  un acuerdo un plan de consolidación fiscal, un programa monetario consistente, y la superación de las actuales restricciones cambiarias,  así como  reformas estructurales.

Se ha dado apenas el primer paso. Era condición necesaria, pero lejos de ser suficiente.

El principal problema del país es de crecimiento, de creación de riqueza que habilite generar empleo genuino para bajar la pobreza, aliviar la carga homérica que pesa sobre los contribuyentes y edificar un estado eficiente, en base al sector privado como  motor de la reactivación. Para ello, desde ahora,  el marco institucional debe hacer lo suyo, aunque  precisamente en estos tiempos opera en sentido inverso desalentando el esfuerzo privado y la inversión. Las recientes  leyes de alquileres, de teletrabajo, las restricciones cambiarias, los amagos  estatizadores y otras medidas son una marcha a contramano de las necesidades del país. También  la prácticamente paralización de los tribunales y las dificultades para las operaciones bancarias poco ayudan.

Muchos son los argentinos que dudan si será posible trascender de este primer y beneficioso logro, ante el preocupante descreimiento presidencial respecto a planes, expresado  hace poco tiempo al principal periódico financiero del mundo.

Ahora, ya, se necesita una estrategia para el “después del acuerdo”.

Esto supone fijar un rumbo cierto evitando las erraticidades presentes, definir metas y diseñar los instrumentos para lograrlo, en base a un acuerdo político generoso.

En tal sentido  resulta oportuno evocar lo expresado en estas mismas columnas, (La Argentina sin futuro. PERFIL 1-7-20) “A la hora de buscar soluciones a la problemática que el país trae de arrastre y que se ha agravado por el efecto imprevisible de la cuarentena, y a fin de cortar con la decadencia de los últimos 60 años, se torna imprescindible  un plan estructural  con base en un consenso social de largo plazo, con una sociedad  comprometida  a ceder privilegios sectoriales.

La única alternativa para posibilitar emerger del túnel del atraso, sería llegar a ser  un país creíble, donde uno de los pilares fundamentales de esa conversión resida en  la inversión, aquella que permita la generación genuina de trabajo, de factores multiplicadores del impulso inicial, y  posibilite condiciones de productividad para competir con un mundo abierto.

La única alternativa para posibilitar emerger del túnel del atraso, sería llegar a ser  un país creíble

Para ello, esa inversión nacional o externa, universalmente requiere tres condiciones básicas, que deben estar presentes concurrentemente:

– Seguridad jurídica

– Horizonte de planeamiento de mediano y largo plazo, que incluya certezas lógicas sobre las políticas nacionales básicas, sean cambiarias, fiscales, laborales, etc.

– Perspectivas ciertas de rentabilidad. En el camino de poder concretarlas, la Argentina debería previamente concretar las reformas imprescindibles y urgentes en materia previsional y laboral, entre otras.”

Lamentablemente, en la actualidad,  no están siendo visibles en el país las condiciones para asegurar el logro de estos objetivos.