El día 31 de marzo constituyó una vez más, para la castigada Ciudad de Buenos Aires, algo parecido a un caótico infierno, producto del hecho que organizaciones sociales realizaban desde la noche anterior un acampe sobre la avenida 9 de Julio, en reclamo por más planes sociales y asistencia alimentaria entre otras peticiones, además de haber cortado totalmente la autopista 25 de Mayo.

La protesta en la av. 9 de Julio se extendía nada menos que desde avenida de Mayo hasta avenida San Juan, lo que impedía en la práctica el tránsito vehicular por toda la zona, a la vez que bloqueaba el metrobus, medio utilizado mayoritariamente por la población, que entre otros menesteres intentaba acceder a sus trabajos, y debía contemplar desde sus ventanillas cómo eran impedidos por aquellos cuya ocupación ¡era precisamente, no trabajar!

Para poder desalojar a los ocupantes, fuerzas de la Policía de la Ciudad y de la Infantería trataron infructuosamente de negociar con los manifestantes, los que habían logrado convertir un enorme sector del entramado vehicular, en un gigantesco camping, poblado de hombres, mujeres y niños, alojados en coquetas carpas dispuestas a lo largo de una avenida destinada, en otros tiempos al tránsito y permitir el desplazamiento de la pacífica población porteña.

Hasta aquí lo que podría consistir en una lamentable y repetida crónica de la realidad argentina.

Cabe no obstante, dar lugar a algunas tristes reflexiones a partir de la sensación de anomia institucional que atraviesa al país, con situaciones peligrosamente linderas con la anarquía, mucho más allá del atropello producto de cortes, marchas y ocupaciones, que tornan invivible la cotidianeidad ciudadana.

¿Qué le cabe al ciudadano inerme?, mayormente integrante de la llamada clase “silenciosa”, aquella que no grita, no exige, que se esfuerza en su labor cotidiana sin esperar dádivas oficiales, frente al atropello de las autoridades, de los prepotentes, de los violentos, y en un marco donde la esperanza de un futuro mejor, casi diríase de un futuro a secas, prácticamente queda diluida.

El escenario no brinda demasiado lugar para el optimismo: la agresión oficial a la actividad privada, y a la productiva en general, desincentivo absoluto de las inversiones, permanentes restricciones para la actividad empresaria (bloqueos, reclamaciones sindicales exorbitantes, marcos regulatorios  e impositivos cada vez más complicados).  Todo en el entorno de una inflación desbocada, producto no solo de eventos externos (llámese pandemia o guerra en Europa), sino de las propias carencias oficiales, entre otras, nada menos que la ausencia desde el inicio de la actual gestión de un derrotero económico nacional.

El país asiste a un desorden y desbordes sociales crecientes, ante la inacción de las autoridades, el silencio de la Justicia, y sobre todo, ante la falta de reacción ante tamaño atropello, por todos aquellos que siendo cual fuere su nivel social, se sienten inermes ante el atropello de un Gobierno que los ataca, de un populismo cultor del relato, y de aquellos sectores cuyo patrimonio político es mantener en la miseria a un ejército de desocupados, recipiendarios de planes sociales, que a su vez, les constituyen el reaseguro de sus votos.

¿Qué le espera, qué le cabe a esa clase silenciosa y sufriente?

Por fuera de hacerse oír con su legítima voz en los actos electorales para decir basta, la realidad marca que no resulta suficiente.

Se hace imprescindible multiplicar las voces de protesta. No solo en redes sociales, para las cuales el Gobierno ha amenazado con establecer regímenes de control, sino con los largamente ausentes cacerolazos, y con presencia concreta, pacífica y en el marco de las disposiciones legales, de la gente en la calle.

Es perentorio hacer mucho más evidente el atropello y el desgobierno.

Alguien muy sabio señaló: “Más que el grito de los malos me preocupa el silencio de los buenos”.

La clase silenciosa debe hacerse oír. No cabe otra alternativa.