Tras meses de estancamiento y conversaciones, en el marco de una cuenta regresiva a medida que se acerca la fecha del 22 de marzo, cuando está acordado un vencimiento de US$ 2.800 millones, y luego de haber desperdiciado casi dos años (cuando existían mejores oportunidades para lograrlo, tal como el mundo en pandemia, entre otras), el acuerdo con el FMI llegó al Congreso.
Ante el requisito legal de convalidación parlamentaria, el primer problema que tiene el Gobierno no es con la oposición, sino con su heterogénea representación legislativa. Por su parte, la oposición se encuentra en la disyuntiva de no desear ser socia del oficialismo en un eventual default, pero tampoco de la política económica del Gobierno en caso de prestar su apoyo.
Existe un generalizado consenso de que la peor de las alternativas en la actual circunstancia nacional sería no ratificarlo e ir a un default, que agravaría la ya muy precaria situación del país.
Una de las cláusulas del proyectado acuerdo que mayor perturbación estaría generando estriba en las revisiones trimestrales de los enviados del FMI que, en caso de observar incumplimiento de las metas acordadas, darían por tierra con el programa.
El problema radica en que varias disposiciones del entendimiento son de muy difícil cumplimiento en el marco de la actual conducción económica.
Tal, por caso, el compromiso de reducción gradual del déficit fiscal sobre la base de una economía que se recupere, objetivo dudoso si no se echa mano de las necesarias reformas estructurales–ausentes en el acuerdo– que reviertan la actual política de ahuyentar la inversión privada, eternizando un elefantiásico Estado.
Una consecuencia obligada de lo anterior radica en el subsiguiente compromiso, casi quimérico, de freno a la emisión, teniendo en cuenta que la asistencia monetaria del Banco Central resultó el principal mecanismo del Tesoro para cubrir sus necesidades de gasto. De intentar el Gobierno dar cumplimiento a esta cláusula, debería conseguir financiamiento en el mercado de deuda (con aumentos en la tasa de interés) o en organismos multilaterales, cuyas posibilidades distan de ser promisorias.
El acuerdo plantea la necesidad de estimular el ahorro en pesos y desalentar la demanda de dólares, en base a tasas de interés reales positivas, objetivo de casi imposible cumplimiento por la persistente inflación y la falta de confianza de los inversores, tanto en el Gobierno como en la moneda local.
El FMI remarcó la necesidad de introducir políticas para evitar el atraso cambiario. En el Gobierno habían insistido en que no habría un salto devaluatorio. Mientras tanto, la brecha entre los tipos de cambio informal y oficial aún ronda el 100%, con lo cual, en caso de propiciar una brusca devaluación, repercutiría obligadamente en las metas antiinflacionarias, contexto en el que el Gobierno sigue insistiendo que responde a un proceso “multicausal”, ignorando su origen monetario, y ratificando que continuará su apuesta por los hasta el momento inservibles “acuerdos de precios”.
Si bien resulta necesario concretar el acuerdo con el FMI y evitar el abismo inmediato del default, lo señalado más arriba no releva la perspectiva de que ese fantasma rondará cada trimestre en oportunidad de la revisión de la entidad internacional, que en caso de producirse incumplimientos por parte del país gatillaría la caída del entendimiento, llevándolo en ese caso a un estatus de paria financiero, aislado del conglomerado de naciones.
Se perpetuaría así su estancamiento económico y su alejamiento de las corrientes inversoras privadas internacionales, atento a la eterna ausencia de las imprescindibles reformas estructurales que exige la actual crítica circunstancia.