El martes último tuvo lugar finalmente un suceso realmente histórico: además de la transmisión del mando presidencial hacia Alberto Fernández, pudo concretarse un hecho que hasta no hace demasiado tiempo (pocos meses), muchos dudaban y/ o temían que se pudiera abortar, y consistía en la posibilidad por primera vez en casi noventa años, que en la Argentina, un presidente no peronista pudiera terminar su mandato en tiempo y forma.
La historia reciente, y alguna no tanto, de los presidentes Frondizi, Illia, Alfonsín y De la Rúa eran hitos vergonzosos de la historia política nacional, pero que arrojaban una proyección sombría sobre la posibilidad que pudiera repetirse.
Afortunadamente ocurrió que el maleficio se cortó: el presidente Macri en una transición mucho más serena y pacífica de lo que podía esperarse, pasó el atributo presidencial a su sucesor, quien desde ahora enfrentará a un país muy complicado, tal como se ocupó de detallarlo en su discurso inicial el nuevo presidente de la Nación.
Su exposición, aun cuando no constituyó un detallado inventario del estado de la cosa pública, determinó el punto de partida de su propia gestión, a la vez que deslindó su responsabilidad respecto a la situación heredada.
Quizás alguno pudo haber calificado como un dibujo algo exagerado al cuadro descripto por el presidente Fernández, pero hizo lo que debía hacer ante el futuro juicio de la historia. Algo que omitió en su momento el ex presidente Macri, ya que a poco de andar en su gestión presidencial, la sociedad le endilgó como propios, males sociales claramente heredados.
La pregunta sobre porqué Macri evitó ese inventario de la herencia recibida, tuvo en su momento una respuesta, que el tiempo evidenció inútil. Habría omitido describir el estado catastrófico recibido, por temor a que no arribaran los capitales para ayudar a reconstruir el país. El problema fue que pese a su sacrificio, tampoco vinieron esas necesarias inversiones, con lo cual pagó un costo infructuoso.
No han dejado de suceder acontecimientos que derriban ciertas falsas ilusiones, que en su momento aludían a la posibilidad que Cristina Kirchner esté cansada, que el nuevo oficialismo intentaría cerrar la grieta, que en adelante mandaría básicamente Alberto Fernández.
El deplorable espectáculo de la nueva vicepresidenta en una instancia judicial, donde debía ejercer su legítimo derecho de defensa ante los muy severos cargos por corrupción, concretando en su lugar, durante más de tres horas, un altanero y agresivo ataque a la Justicia, a las instituciones y al gobierno saliente, constituyó una muestra cabal sobre cual podría ser su verdadera imagen.
Cristina Kirchner se atrincheró en el Congreso, ocupó sus lugares claves y, además, muchas personas cercanas a ella ha-brían de ser nombradas en el Poder Ejecutivo.
Ella designó a los titulares de los cargos más significativos del Senado, y también de la Cámara de Diputados, con la sola excepción de Sergio Massa como presidente de ese cuerpo legislativo. Aunque se supone que no profesa simpatía hacia él, habría aceptado el hecho de reconocer que sin Massa la victoria del peronismo en primera vuelta hubiera sido más difícil. No obstante, convirtió al versátil ex intendente de Tigre, en un jefe de Cámara con poder muy menguado, pues instaló a Máximo Kirchner como líder de su bancada, convirtiéndolo en un virtual jefe de ese cuerpo legislativo.
Hay quienes se preguntan sobre las razones que la llevaron a entronizar al actual presidente, y una de las respuestas que se formulan, estriba en las excelentes relaciones que Alberto Fernández mantendría con los cuerpos judiciales, ámbito donde precisamente la vicepresidenta más ayuda necesita.
Un simple ejemplo: entre las numerosas causas que la involucran, una Cámara Federal ratificó su procesamiento por el presunto uso indebido de aviones de la flota presidencial, que habrían sido utilizados para trasladar muebles y objetos con destino a los hoteles de la familia Kirchner en El Calafate.