Este es, sin lugar a dudas, el peor momento del Presidente Alberto Fernández desde que empezó la pandemia de coronavirus. Acaba de echar de la ANSES al responsable máximo del viernes negro, que expuso en la calle y por impericia, a millones de personas de alto riesgo, apiñados para cobrar infructuosamente su haber.

Previamente, una serie de episodios obligaron al Presidente a un zigzagueo dialéctico tratando de enmendar situaciones conflictivas, algunas producto de sus propios desaciertos: desde el anuncio luego desmentido de las salidas recreativas en la cuarentena, que despertó la reacción de gobernadores -hasta ese momento aliados incondicionales-, los errores en materia de relaciones exteriores (enfrentamiento gratuito con Chile, prácticamente deserción del Mercosur, etc.) , más la ausencia de mención alguna sobre estrategias para encarar la emergencia económica.

El camino crítico comenzó a agudizarse cuando su secretario de Derechos Humanos, Horacio Pietragalla, solicitó (sin avisarle a su superior la Ministra de Justicia) la prisión domiciliaria para el corrupto confeso Ricardo Jaime, para Martín Báez, entre otros, hecho no desautorizado por el Presidente, quien convocó a Pietragalla, lo que se podía inferir como para una reprimenda, pero posteriormente convalidado.

Y finalmente, el escándalo de la liberación de presos, que generó, al fin, la reacción por parte de la población, con un cacerolazo memorable, el mayor en muchos años, por todo el país.

La escalada comenzó con la salida de la cárcel de Amado Boudou, decidida por el juez Daniel Obligado, y previamente con la autorización descontrolada del uso de celulares dentro de las prisiones, pasaporte inevitable a amenazas, organización de motines, como así también a retornar a la modalidad de secuestros extorsivos inexistentes.

El Presidente pudo haber objetado la oleada de prisiones domiciliarias con algún repudio al beneficio otorgado al ex vicepresidente Boudou, por ejemplo, o bien podría no haber convalidado la actitud de Pietragalla, o la vergonzosa negociación con los presos amotinados en la cárcel de Villa Devoto, gestión encabezada por el Viceministro de Justicia de la Nación, Juan Martín Mena. No lo hizo y optó, en cambio por echarle la culpa a los medios, emitiendo una ya conocida señal de intolerancia, omnipresente en  las administraciones kirchneristas. Ante esta circunstancia, en todos los penales de la Argentina, miles de detenidos se empezaron a preguntar: ¿por qué Boudou sí y yo no?

La administración de Alberto Fernández debía haber percibido que se había gestado una crisis innecesaria, a causa de los beneficios carcelarios otorgados generosamente, principalmente en la provincia de Buenos Aires, de cuyas cárceles, desde el 17 de marzo salieron 2.244 presos.

Varios dirigentes afines sí lo advirtieron. Sergio Massa habló de “jueces irresponsables” y advirtió que “las penas están para ser cumplidas”. En la provincia de Buenos Aires, el ministro Sergio Berni también se pronunció en contra de las liberaciones, pese al  silencio de su gobernador Axel Kicillof (al igual que el de su jefa política Cristina Fernández de Kirchner). En ese contexto, decenas de miles de argentinos salieron a los balcones a protestar contra la salida multitudinaria de presos.

El Presidente, así, se choca con un conflicto que expone el delicado equilibrio que le toca ejercitar para la administración de una coalición peronista, al tiempo que se convocaban en redes los cacerolazos y algunas encuestas reflejaban un malestar creciente por la cuestión de los presos. Aclaró entonces, sin demasiado énfasis, que él no favoreció indultos, así como ordenó bajarle el nivel a la negociación con los presos amotinados de Devoto -hasta ese momento dirigida por el propio viceministro de Justicia-. Simultáneamente, voceros oficiales y medios adictos, negaban cualquier intencionalidad del Gobierno en la suelta de presos.

No obstante estas acciones, el costo político que ha pagado el primer mandatario resulta elevado. La cuestiones serían: ¿porqué lo asume? Y ¿cual sería su alternativa? La primera pregunta que podría hacerse es: está de acuerdo con la movida libertaria y el discurso progre- populista?

Si la respuesta es afirmativa, ya no habría mucho que reflexionar, pues estaría en línea con la sucesión de hechos, tal como se viene desarrollando, esto es, una creciente avanzada en la conocida filosofía K en sus diversos órdenes y toma de posiciones.

Empero, si la respuesta sería que su íntima convicción no concordara con ese curso de acontecimientos, y aún así llevara a cabo una gestión que lo lleva a ambigüedades y contradicciones, ¿cuales serían las razones?

Es bien sabido, que su poder político está acotado: el kirchnerismo domina el Senado, y es mayoría en la Cámara de Diputados. A su vez, soldados de la vicepresidenta pueblan las segundas y terceras líneas de las distintas áreas del Gobierno Nacional, organismos descentralizados, intendencias y gobernaciones.

El Presidente obviamente sabe que de enfrentarse con su socia en el poder, la pelea puede ser muy desigual. Pero… él tiene “la lapicera”. En términos legales, está en condiciones de despoblar, al menos en el área del Gobierno Nacional, a los acólitos ultra K, colocando funcionarios sensatos y de su confianza personal.

De hacerlo, es de suponer que se expondría a un abierto enfrentamiento, en el que puede ganar o salir derrotado (incluso ante un posible juicio político que le genere su actual socia, dado su dominio del Parlamento).

No obstante, aún perdidoso, lograría la adhesión personal de numerosos dirigentes peronistas no radicalizados, más sectores independientes que hasta ahora no lo habrían votado por la compañía de la Sra. de Kirchner, más los votos de muchos no peronistas que verían en él una alternativa republicana y sustentable para sacar al país de su atolladero.

Quizás, quizás, lo esté pensando. De ser así, la desesperanza no ha ganado por completo. CP