En los últimos largos tres años los argentinos están (estamos) padeciendo, con creciente intensidad, un proceso que no acaba de abandonar el plano inclinado descendente.

Preñado de circunstancias que llevan del enojo a la angustia, desazón, y fundamentalmente a la desesperanza.

Un estado de destrucción nacional, no sólo en lo económico y social, que ha generado sensación de impotencia e indiferencia ante al hecho consumado presente y pasado, y al durísimo futuro avizorado.

Resulta casi ocioso, a esta altura de la triste realidad, denunciar las circunstancias que han determinado tal estado general de ánimo, en la castigada población, entre otras:

  • pobrezainédita;
  • niños y jóvenes hipotecando su futuro y el del país por una degradación del mérito, del trabajo y del estudio, eliminando pruebas de aprendizaje, tanto en alumnos como en docentes;
  • inflación cuya aceleración, en caso de persistir, encara una probable hiperinflación, ya padecida en nuestro país, con sus gravísimos costos;
  • sentencias judiciales contra la Argentina a nivel internacional, costosísimas, debido a la ineptitud de quienes condujeron el país en su tiempo;
  • incertidumbre cambiaria provocada por el cuantioso déficit fiscal y la abultada emisión de pesos para financiarlo, realimentando directamente la alocada carrera de precios y salarios;
  • atentados contra la propiedad privada;  
  • destrucción de los alicientes a la inversión reproductiva, sea en el agro o en la industria o minería.

En este contexto, sigue asolando a la vida cotidiana un estado de anarquía en las calles de la República: el dominio de mafias enquistadas no ya sólo en Rosario, sino en buena parte del conurbano bonaerense, generando un estado de indefensión social que de no lograr acotarlo, podría ser casi irreversible.

A su vez, las calles de las principales ciudades, especialmente la Ciudad de Buenos Aires, siguen siendo escenario de irrupciones casi cotidianas de multitud de contingentes, pagados por sus punteros (algunos de los cuales funcionarios del propio gobierno nacional) a través del dominio de los planes sociales, ante la impotencia de las fuerzas del orden que se encuentran inermes frente al avance aluvional de multitudes que se adueñan de puentes, avenidas, plazas y lugares públicos, impidiendo a la ciudadanía pacífica y trabajadora, desplazarse hacia sus obligaciones.

Si estas circunstancias ya justificarían el estado depresivo de la población, al desastre económico, educativo y de carencia de expectativas, se le suma el desprecio al sistema institucional, tal como la virtual parálisis legislativa, y en especial las agresiones al Poder Judicial, encargado justamente de juzgar y sancionar la corrupción desatada en estos tiempos.

El país ignífugo

Como un golpe casi definitivo a la posibilidad de una esperanza latente sobre el futuro,  “… el ministro de Seguridad de la Nación develó la estrategia de la golpeada coalición gobernante, al afirmar que, si la oposición gana las próximas elecciones presidenciales, “las calles van a estar regadas de sangre y de muertos” … (F. Laborda. La Nación. 16-4-23)

Mientras tanto, la teatral declinación a la autopostulación reelectiva por parte del Presidente Alberto Fernández, poco modifica el cuadro. Carecía de posibilidades dentro de su propia coalición, y mucho menos a nivel de la elección general. La única consecuencia supone su pérdida del escaso poder de presión, puertas adentro, que podía retener, para convertirse ya directamente en una figura netamente simbólica.

Por su parte, poco ha contribuido la principal oposición, preñada de disputas personalistas, a mejorar este angustioso presente.

Todo este escenario, generador de hartazgo, y lo que es peor, de indiferencia por parte de la abrumada ciudadanía, entraña un grave riesgo: inspirar una alta abstención electoral.

Frente a esta realidad, corresponde a la ciudadanía responsable asumir una firme decisión: a pesar del hastío, el dolor, la bronca y los desengaños ya sufridos, reflexionar que  la única opción para la mayoría democrática, sigue consistiendo en sellar el final del régimen de oprobio que gobierna el país desde los últimos setenta años con leves interregnos democráticos, votando. No desertar del futuro.

De lo contrario, el devenir asoma muy sombrío.