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Read MoreEl difícil voto del 19 de noviembre
La Argentina se encuentra
en una encrucijada política ciertamente
inédita.
Al momento de las elecciones primarias, hace ya largos meses, los dos
candidatos de la que era entonces la principal oposición sumaron menos que una
desconocida propuesta autodenominada “libertaria” que desplazó a la fuerza que
durante casi una década confrontó con el peronismo kirchnerista.
Esa nueva aparición política, a la que muchos adjudican un hartazgo social sin precedentes y
el posible impulso propiciado por el peronismo, – que lo podría haber
ayudado a estructurar la fuerza a fin de crearle rivales al adversario-,
exhibe evidentes limitaciones personales a más de la ausencia de
una estructura política sólida, debilidades que, en la actual circunstancia,
son enfatizadas por el actual oficialismo.
El sistema institucional argentino, plasmado en nuestra Constitución
Nacional, conlleva un régimen electoral de dos instancias reservado al Poder
Ejecutivo Nacional.
En la primera vuelta se elige por preferencia, procurando que las ideas
y las políticas afines a los propios valores prevalezcan en el voto popular. En
el caso de que la coalición partidaria propia no alcanzara a entrar en los dos
primeros lugares, la alternativa del ciudadano es optar por una fuerza política
distinta, y en ocasiones distante de sus convicciones.
Este es el escenario que se presenta ante el próximo acto electoral,
donde el pueblo, una vez más, debe elegir.
Son numerosas las razones por las que el elector podría votar contra el
actual régimen K en sus distintas variantes:
*riesgo sobre la división de
poderes que implican los sucesivos ataques a la Justicia;
*severas limitaciones a las instituciones, ignorando el derecho, por ejemplo al
libre tránsito afectado por permanentes cortes de puentes, avenidas, rutas, o
por la invasión de propiedades privadas, sin intento alguno, de ponerles coto;
*diseño de políticas públicas, en particular las de asignación de recursos
fiscales y de regulaciones;
*continuidad de los cepos, cupos
y controles;
*estatismo creciente y falta de respeto a la actividad y propiedad privadas;
*innumerables episodios de
corrupción, cuya no menor expresión fue el reciente
“yategate”;
*inseguridad ostensible;
*casos de espionaje vergonzosos;
*carencia de política exterior adecuada a las necesidades nacionales, a partir
de la adhesión a regímenes no democráticos y totalitarios en su caso;
*educación, entregada a la camarilla
sindical, en un estado de degradación inédito, que compromete el
presente, y sobre todo el futuro de las próximas generaciones;
*no menos importante, la trágica situación económica, afectando
fundamentalmente a los que menos tienen, con sus escandalosas cifras de
inflación, pobreza, desempleo, déficit público, decenas de tipos de cambio, y
falta de perspectiva futura.
En este contexto, algunas voces sumamente respetadas se han expresado
defendiendo la abstención al voto.
Por el contrario, muchos estiman (estimamos) que votar en blanco es
ceder la decisión a los otros, quizás intentando pacificar la conciencia
ante una decisión, ciertamente difícil.
Ya no se trata de elegir al mejor, ni tampoco al menos
malo.
Es la disyuntiva de votar por quienes representan la continuidad de una realidad que
ha conducido al país, sacrificando presente y perspectivas de futuro, o por una
contraparte que propone el respeto a los valores que puedan ser capaces de
revertir ese escenario, aun cuando sin garantías ni seguridad alguna.
La cuestión es la elección entre quienes representan una realidad ya
insoportable, o una probabilidad de cambio, en este caso sin avales.
Simplemente la esperanza de su concreción, dejando atrás un régimen que
ha asolado al país desde tantísimas décadas.
Sepa el pueblo votar.
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