En medio de grandes dificultades económico-financieras, la política argentina ofrece un panorama bicoalicionalista.
El oficialismo y la oposición, articulados en los heterogéneos Frente de Todos y Juntos por el Cambio, evidencian las diferencias que los atraviesan.
En el caso del frente opositor, se destaca, para desencanto de sus seguidores, una absoluta inacción.
Por su parte, el presidente Fernández está dispuesto de inicio a convivir con su vicepresidenta, espíritu que opera no solo como un propósito personal, sino también como un condicionante.
Contra el esperanzado optimismo inicial de algunos que hubieran querido ver signos de independencia, siguen exteriorizándose en la actualidad presiones de sectores K, ahora con la bandera de “no más presos políticos”, contra la afirmación presidencial en contrario, quien las titula “detenciones arbitrarias”.
No da lugar al optimismo, en este aspecto, un hecho que tiene sus raíces en la estructura institucional del país: Cristina Kirchner gobierna el Parlamento (la llave para sancionar las leyes que el Poder Ejecutivo necesita). Domina en forma directa el Senado, y a través de su hijo presidiendo la bancada peronista controla también la Cámara de Diputados.
Además, el kirchnerismo tiene ubicados en ministerios y dependencias públicas segundas líneas que son las que posibilitan efectivamente la acción de los titulares, aun cuando estos no hayan surgido de su personal decisión.
En la actualidad surgen diferentes versiones sobre el origen de la voluminosa deuda externa del Estado argentino, algunas de ellas no del todo ajustadas a la verdad, en el intento mediático de asignar la mayor responsabilidad al último gobierno no peronista.
Sin embargo, la realidad es que Argentina tiene una deuda de más de 310 mil millones de dólares, monto que incluye el compromiso con el FMI de 44 mil millones de dólares asumido por el gobierno anterior (El Observador, Uruguay, 17-2-20).
No obstante ,la deuda no es un problema reciente. Ya en 2015, luego de 12 años de gobiernos peronistas, era de aproximadamente US$ 240 mil millones de dólares.
En 2018 el presidente Macri debió acudir al FMI urgido por un brusco cambio en el humor de los mercados (suba de las tasas de interés, baja de precios de comodities, escape de los capitales hacia el dólar), que se reflejó en fuertes presiones sobre el peso argentino, prima de riesgo soberano más elevada y la posibilidad de no poder afrontar el pago de las cuentas el resto del año.
A pesar de ser aprobado por el FMI, el plan económico fracasó; a mérito de la herencia recibida en el año 2015sumado a numerosos errores propios.
Una de las primeras decisiones del actual gobierno fue proclamar la decisión de no honrar los compromisos contraídos por la Argentina.
Rememora esta posición cuando en el zenit de la crisis del año 2001, el entonces presidente Rodríguez Saá anunció la suspensión de los pagos por la deuda externa y recibió una clamorosa ovación de parte del Congreso que asistía a su discurso inicial.
Mas allá de la suerte que corra ese intento, el respeto a la ley y al Estado de derecho adquieren un valor primordial, que excede y está por encima del tema exclusivamente financiero, especialmente porque quien incumple los contratos y las instituciones, una vez más, es el propio Estado encargado de velar por su cabal vigencia.
Irónicamente, algunos representantes y voceros adictos responsabilizan al FMI por la crisis (es como culpar de los males a la ambulancia que acude a socorrer a un herido), argumento falaz para implementar una reestructuración de la deuda severa que le permitiría eventualmente llevar a cabo una política fiscal que no habría de inspirar la inversión ni el crecimiento.
El futuro, en estas circunstancias, dista de ser esperanzador.