La cuarentena sigue su marcha, casi inexorable, y con la perspectiva de no tener fin, al menos en la Argentina, récord mundial en el ranking de países en esta materia.
Frente a esta realidad se encuentra una nación casi al borde de la destrucción de una parte vital de sus estructuras materiales y humanas más importantes.
En anteriores oportunidades habíamos mencionado la imprescindibilidad de atender con urgencia no sólo el vector sanitario, lógico y comprensible, sino también la problemática que emana de los aspectos económicos, asolando al país, y también los psicológicos, considerando los efectos que el
encierro está generando en la población, en todos sus estratos etarios.
Está claro que la gravedad de la situación torna difícil para el Gobierno encontrar, si no una solución, encarar la menos costosa de las alternativas a adoptar frente al escenario. Pese a eso, es inentendible que no se haya convocado (al igual que se llevó a cabo con el cónclave de sanitaristas), a profesionales en otras disciplinas que atiendan a ese múltiple vector. (No es admisible, a esta altura de las circunstancias, la afirmación presidencial, por ejemplo, cuando señalaba que los economistas no piensan en la vida.)
Es razonable el argumento que la apertura mayor de sectores podría potenciar una intensificación en el uso de los medios de transporte público, en el caso de una liberación masiva de segmentos que generen gran aglomeración e intensificación en su utilización. También en este caso, no obstante, se podrían aplicar procedimientos de prevención en este sentido.
Empero a todas luces resulta incomprensible que una serie de actividades siguen condenadas al inmovilismo, sin un fundamento razonable, máxime considerando que en todos los casos pueden aplicarse protocolos específicos de seguridad.
Ni que hablar de la absurda paralización de la Justicia, o de una actividad más plena del Parlamento, a menos que para el Gobierno y en especial para la vicepresidente estuviera resultando conveniente mantener el bloqueo.
Frente a este escenario, se torna insoportable la restricción de la labor de algunas profesiones, por ejemplo y sin intentar agotar la lista, contadores, abogados, escribanos, ingenieros, pedicuros, cosmetólogos, odontólogos, etc., cuyos servicios en diverso orden, resultan muchos de ellos urgentes, y que no pondrían en riesgo las precauciones de distanciamiento social.
Los costos de este encierro, sin parangón en el mundo, exceden la posibilidad de su mensura. Y resulta aún más difícil encontrar las razones de su persistencia.
Lamentable es, por otra parte, en el camino de la versión gubernamental, su apelación a que un porcentaje importante del país se encuentra exento de tantas restricciones. Verdad a medias, pues lo es solamente desde el punto de vista geográfico, pero la cuarententa en el Amba, desde el ángulo poblacional, afecta a una magnitud no precisamente menor de argentinos.
Cabe reflexionar sobre qué estaría resultando más importante para las autoridades: la realidad de una situación agobiante, o la persistencia, también en este orden, de la construcción de un relato.