Este es, sin lugar a dudas, el peor momento del presidente
Alberto Fernández desde que empezó la pandemia del coronavirus. Despidió de la
Anses al responsable máximo del viernes negro, que expuso en la calle, y por
impericia, a millones de personas de alto riesgo, apiñadas para cobrar
infructuosamente su haber. Previamente, una serie de episodios lo obligaron a
un zigzagueo dialéctico tratando de enmendar situaciones conflictivas, algunas
producto de sus propios desaciertos: desde el anuncio luego desmentido de las
salidas recreativas en la cuarentena, los errores en materia de relaciones
exteriores (enfrentamiento gratuito con Chile y con Suecia, amenaza de
deserción del Mercosur, etc.), más la ausencia de mención alguna sobre
estrategias para encarar la emergencia económica poscuarentena.
En este contexto, ha estallado con resonancia la
espectacular suba de la cotización del dólar llamado “blue”.
Sería inútil buscar las respuestas a la estampida cambiaria
buceando únicamente en aspectos monetarios o financieros, si no se considerara
el marco general que la condiciona.
Además de la pandemia y de la economía nacional conmovida en
sus cimientos, la Argentina se podría enfrentar, en primer lugar, a un nuevo
default, que afectaría no solo las finanzas públicas, sino y fundamentalmente a
las empresas privadas –factor clave a fin de comenzar a pavimentar la salida
poscuarentena–, en el acceso a las líneas de crédito internacionales,
perentorias para su devenir.
Asimismo, más allá de las muestras de civilizada convivencia
exhibidas al inicio de la pandemia, desde el Gobierno comenzaron a
exteriorizarse actitudes del Presidente, del gobernador bonaerense y de otros
funcionarios oficiales, atacando directamente a miembros de la oposición o
denunciando presiones, ya sean de políticos o periodísticas (¿desde cuándo
opinar distinto significa presionar?), hasta la escandalosa actitud de la
Oficina Anticorrupción, que abandonó su rol de querellante en causas donde se
investigan supuestas maniobras de lavado de dinero de la familia Kirchner, que
es interpretada como en sintonía con las intenciones de la vicepresidenta de
obtener la rápida administración de sus bienes.
Esta abdicación constituye una continuidad en la acción
emprendida ya con anterioridad por el Gobierno en materia judicial, que comenzó
a agudizarse cuando el secretario de Derechos Humanos, Horacio Pietragalla,
solicitó inconsultamente la prisión domiciliaria para el confeso Ricardo Jaime,
o para Martín Báez, entre otros, hecho no desautorizado por el Presidente, quien
a su vez pudo haber objetado la oleada de prisiones domiciliarias con algún
repudio al beneficio otorgado al ex vicepresidente Boudou.
Esta nueva actitud del Poder Ejecutivo se desarrolla en el
marco de una inactividad inquietante de la Justicia y también del Congreso que,
en el caso de este último, gracias a la presión de la oposición, recién acaba
de retomar su actividad.
A su vez, la sanción del DNU confiriendo poderes
discrecionales para la reasignación de partidas constituye un alarmante avance
del Poder Ejecutivo sobre el Congreso.
Es en este escenario que el billete verde, eterno refugio de
sus ahorros para los argentinos, se dispara, impulsado fundamentalmente por la
incertidumbre, no solo económica sino institucional, en un mercado de dimensión
reducida, que lo expone a oscilaciones bruscas ante mínimos movimientos.
Adicionalmente, la increíble brecha entre la cotización
oficial y el blue constituye un factor perverso que contribuye a lesionar aún
más el saldo de la balanza comercial, al alentar sub y sobrefacturaciones en
las exportaciones e importaciones, respectivamente.
La demora en corregir esta distorsión, ante el hipotético
temor a una nueva repercusión inflacionaria, lesiona así, aún más, el magro
acervo de divisas del Tesoro Nacional. Sería imprescindible una corrección.