Al cabo de más de dos meses del llamado amablemente “distanciamiento social”, se está asistiendo, conjuntamente con un lento proceso de desacatamiento del riguroso encierro, a una eclosión de expresiones reclamando más apertura, que no son caprichosas, sino que responden a la imperiosa necesidad de medidas para evitar la destrucción de las economías, no solo globales, sino individuales, y que afecta en muchos casos a la propia supervivencia.
También a esta altura se presentan claras manifestaciones que afectan además de lo económico, al equilibrio emocional y psicológico de la población.
(Claro está que hay un sector de la población que no protesta: es aquel que depende en forma directa o indirecta de las arcas públicas, o aquellos que por la presión sindical no ven afectados sus ingresos a pesar de no trabajar – por ejemplo, empleados del Estado, docentes, judiciales-.)
Por su parte, el derrumbe económico en la Argentina es enorme: en el primer trimestre la caída anualizada supera el 17%, deteriorando fundamentalmente a los sectores más vulnerables, a quienes se alega defender.
La cuarentena no solamente afecta a las finanzas familiares, sino a las públicas. El descenso excepcional de la recaudación, que se compensa con una emisión monetaria sin precedentes, masa de dinero que se inyecta en la economía, explica la desconfianza en una inexistente moneda nacional y por ende la expectativa de una devaluación, que alimenta la brecha cambiaria entre el dólar oficial, y el llamado Blue.
Adicionalmente la Argentina se encuentra en un virtual default, que de no resolverse en las próximas semanas agravaría aun más el escenario económico. Sus consecuencias pueden ser gravísimas, no sólo porque el crédito al erario Nacional desaparezca, de hecho ya no existe, sino porque haría imposible la financiación internacional al único motor potencial de una recuperación económica, que son las empresas privadas.
No queda claro, en este aspecto, cual es el beneficio de la estrategia del Gobierno quien a partir de una propuesta original planteada hace ya largo tiempo en condiciones de “Tomelo o déjelo” -notoriamente inaceptable por los acreedores-, prolonga la concreción de un acuerdo que perjudica la posición argentina.
Esa actitud tiene similitud con el encare oficial respecto de la cuarentena; se partió de una rígidez que persiste con matices, fundamentalmente en el área del AMBA. El Presidente Alberto Fernandez sentenció al respecto “ Va a durar lo que deba durar”.
En un sentido opuesto, en un reciente reportaje, el reconocido historiador Niall Ferguson, sintetizaba una opinión ampliamente compartida al respecto, tanto en el orden local como en el mundo: “Los cierres totales son una muy mala idea. Están destruyendo las economías. Y de todos los países, el que menos puede tolerar un crecimiento negativo es la Argentina Es una estrategia inviable y no están claros sus beneficios. … la Argentina ahonda el pozo en que se encuentra”. (1)
Por supuesto que no se trata de preconizar el levantamiento irrestricto de las medidas sanitarias. Sería insensato hacerlo.
Pero sí se hace necesario atender las necesidades de vastos sectores de la población en los que el agobio del encierro prolongado, genera gravísimos costos no sólo económicos, también psicológicos y sociales, algunos casi terminales.
Urge tomar medidas, obviamente prudentes.
No obstante, tanto en el tratamiento de la pandemia, como en el caso del default, el gobierno ha optado por la misma estrategia dilatoria, como permaneciendo en una zona de confort.
Mientras tanto, el país en ambos casos, se encuentra en una grave situación.
(1) La Nación 31-05-20